Confesiones de una pelota de foul
- Patty War.
- hace 6 días
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Por: Patricia Guerra Frese
Mi destino pudo haber sido glorioso y terminar expuesta en una vitrina del Salón de la Fama, como una de mis primas, que en el 2011 resultó ser el hit número 3,000 en la carrera de Derek Jeter. Un amable muchacho neoyorkino, Christian López, la atrapó mientras estaba sentado en la sección 236, en el jardín izquierdo del nuevo Yankee Stadium y accedió a entregarla al autor del récord. A cambio recibió suvenires y cuatro boletos de primera fila, mientras que mi afortunada prima será admirada en Cooperstown.

Nuestro sueño es trascender en alguna jugada inmortal y que nuestras orgullosas costuras enmarquen la firma de un grande del béisbol. Aunque, en realidad, el destino de la mayoría de nosotras es más humilde y algunas ni siquiera logran tomar parte en un juego de béisbol, se pierden de sentir las caricias del pitcher mientras decide un lanzamiento, de participar en un doble play, o de escuchar el rugido de un estadio lleno durante el vuelo rumbo al otro lado de la barda.
Las que sí logramos participar en un juego podemos encontrar un hogar amoroso que nos reciba y nos trate con cariño. Si tenemos la suerte de ser atrapadas por un verdadero aficionado que nos valore, seguramente nos conservará y exhibirá en un lugar importante de su casa. Si caemos en manos de un niño, tal vez nos lleve a presumir a la escuela o nos use para jugar atrapadas en el parque. Esa prerrogativa se la debemos a un corredor de bolsa de Connecticut y veterano de la Primera Guerra Mundial, Reuben Berman.
Hace 100 años, la pena por quedarse con una pelota de foul era la cárcel y una multa de $3 dólares. La costumbre (y obligación) era que nos regresaran y para ello había empleados del equipo dispuestos a recordar a los aficionados que los suvenires eran en contra de la ley. Esta política causó una gran bronca en Chicago en 1916. En consecuencia, Charles Weeghman, dueño de los Cachorros, decidió que era mejor negocio permitir que los aficionados se quedaran con las pelotas de foul.
Desafortunadamente, los demás equipos siguieron con la fea costumbre de obligar nuestra devolución. Todo cambió el 16 de mayo de 1921 cuando Ruben Berman atrapó a una de mis tatarabuelas en un juego entre Cincinnati y los Gigantes en el Polo Grounds de Nueva York. Cuando los empleados del parque le solicitaron que devolviera la pelota, él no solo se negó, sino que aventó a mi pariente hacia atrás. Este gesto enfureció al personal de los Gigantes y Berman fue expulsado del parque, previa devolución del importe de su boleto.
Seguramente los Gigantes creyeron que Reuben había aprendido la lección y que serviría de ejemplo a otros infractores, más mucha debió ser su sorpresa cuando recibieron una notificación de la Suprema Corte de Justicia de Nueva York. Reuben los acusaba de haberlo detenido en contra de su voluntad y de amenazas. Los demandó por $20,000 dólares para compensar la humillación pública y el daño a su reputación. Como no se probó nada durante el juicio, solamente recibió $100 dólares, pero su contribución es invaluable porque desde entonces la política cambió y los aficionados pueden conservarnos.

Aunque no estoy en Cooperstown, ni me subastaron por millones de dólares, vivo en una cómoda vitrina, me limpian regularmente y luzco la firma del pitcher sinaloense Mercedes Esquer porque participé en su victoria 211 en la Liga Mexicana de Béisbol. Ese día del 2004, el zurdo de los Tuneros de San Luis derrotó a los Sultanes de Monterrey y se colocó entre los diez pitchers más ganadores de la historia. Aunque con el tiempo se ubicó en séptimo lugar con 217 juegos ganados, yo fui parte de su brillante paso por los diamantes.

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