top of page
  • X
  • Spotify
  • Instagram
  • TikTok
  • Black YouTube Icon

El eco de un bat en mi vida.

Por: Fernando SC/ Mr. Strike

Una historia sobre cómo el béisbol se convirtió en una lección de amor, fe y perseverancia.


El béisbol no llegó a mí por herencia, como suele ocurrir. No hubo un abuelo que me hablara de Roberto Clemente, ni un padre que me llevara de la mano al estadio. Mi historia comenzó de una manera casi ridícula: con una gorra. Una simple gorra de los Rangers de Texas.


La pedí como si en ella me fuera la vida. Mi padre, con esfuerzo y sin mayor referencia del deporte, encontró esa única gorra azul con la “T” bordada al centro. No era de los Yankees ni de los Dodgers, era de los Rangers de Texas, un equipo que hasta 2023 nunca había ganado una Serie Mundial. Era la que había. Y bastó. Esa pieza de tela, que todavía conservo como un tesoro, abrió una puerta que nunca se volvió a cerrar.



ree


Con el tiempo descubrí que esa gorra era apenas el prólogo. El verdadero capítulo comenzó con Boston. Allí, en un club de soñadores, de relegados, de “idiotas” —como alguna vez los llamaron— encontré un espejo. Los Red Sox no solo fueron un equipo: se convirtieron en un recordatorio brutal de lo que significa resistir, levantarse y creer aún cuando todo parece perdido.


Un logo tan sencillo como un par de medias rojas me pareció entonces hilarante, pero pronto entendí su peso simbólico. Eran más que calcetines bordados: eran la representación de una fe colectiva que durante 86 años cargó con la llamada “Maldición del Bambino”. Un club que siempre se quedaba corto frente a su némesis eterno, los Yankees de Nueva York, pero que jamás se rindió. Y esa terquedad, esa necedad gloriosa, fue lo que me conquistó y la que me ha llevado todos estos años a apoyar a este equipo.


Ser aficionado es, en el fondo, un acto de fe irracional y de amor incondicional. Cuando portas por primera vez el jersey de tu equipo, no firmas un contrato con cláusulas de salida: haces un juramento que durará toda la vida porque podrás cambiar todo menos al equipo al que apoyas. En las malas, que son muchas. En las buenas, que son pocas y casi siempre agónicas. Es un compromiso que pesa más que la lógica y que, en mi caso, se volvió convicción y un mantra de vida.


Lo entendí con aquel recuerdo de octubre de 2004. La serie contra los Yankees fue más que un espectáculo deportivo: fue una epopeya moderna, fue una de esas historias que hasta el dia de hoy se cuentan y generan un eco histórico en el corazón de los aficionados. La remontada imposible. El milagro de Boston. Esa victoria fue la confirmación de que la fe no era ingenua: era resistencia. Esa noche no ganó un equipo, ganaron todos los que alguna vez se atrevieron a creer contra toda estadística, la historia y contra toda una maldición; fue la declaración poética de que no importa cuantas veces caigas derrotado, siempre tienes que levantarte e intentarlo una vez más.



ree


El béisbol me enseñó que la vida no es un partido de nueve entradas, sino una serie larga y muy agónica, llena de dramas y que son más momentos en los que tocara sufrir que los que tocara explotar de energía, pero son esos breves momentos los que le dan sentido a todo. Habrá derrotas inevitables, humillaciones y angustias prolongadas, pero también vendrán momentos de júbilo capaces de justificar toda la espera. Por eso sigo aquí, temporada tras temporada, renovando el voto con mis adorados Red Sox y con la esperanza intacta de verlos campeones una vez más.


Porque el béisbol no se juega solo en un diamante: se juega en la memoria y en el alma. Cada octubre, cuando arranca la postemporada, nos grita la misma verdad de siempre: jamás es demasiado tarde para romper maldiciones, enterrar fantasmas y escribir, con sudor y fe, una nueva página de historia.

© 2024 by Tercer Strike 

bottom of page