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El equipo que me rompió el corazón

Por Patricia Guerra Frese (Pattywar)


Tenía nueve años la primera vez que vi un juego de los Phillies de Filadelfia. No entendía aún el infield fly ni los vericuetos del bullpen, pero sí sabía reconocer la magia cuando la tenía enfrente. En esa novena vestida de rojo brillaban nombres que parecían salidos de una estampita gloriosa: Steve Carlton, con su recta zurda que cortaba el aire como una promesa; Pete Rose, encarnando la obstinación pura; y Mike Schmidt, ese tercera base que parecía de otro planeta cada vez que sacudía la pelota más allá de la cerca.


Aquella tarde en el viejo Veterans Stadium, el béisbol me adoptó. Y para sellar el pacto, el Phillie Phanatic me abrazó. Aquella criatura verde, absurda y entrañable, me rodeó con sus brazos peludos mientras el estadio rugía. Yo no lo sabía entonces, pero ese abrazo marcó el inicio de una fidelidad que duraría toda la vida —y que, como todo amor verdadero, traería alegrías inmensas y dolores profundos.


He seguido a los Phillies desde los años ochenta, entre transmisiones lejanas y madrugadas en radio. Viví su caída y resurgimiento, los años grises y las primaveras que parecían prometerlo todo. En 2008, cuando al fin conquistaron la Serie Mundial, lloré como aquella niña que una vez creyó que todo era posible. Vi a Cole Hamels, a Utley, a Howard, a Rollins levantar el trofeo y sentí que el mundo se alineaba otra vez. Pero el béisbol, como la vida, no permite saborear mucho tiempo la victoria: en 2009 los Yankees nos devolvieron a la tierra, y comenzó una larga travesía por el desierto.


Llegaron los años sin octubre, las esperanzas rotas antes del verano, los nombres que iban y venían. Pero ahí seguí, escuchando el crujir del guante y el golpe de la pelota, esperando otro milagro. Y cuando en 2022 los Phillies regresaron a la Serie Mundial, me aferré como quien vuelve a creer en la juventud perdida. Sin embargo, la derrota ante los Astros fue implacable: amarga, silenciosa, con ese sabor metálico que deja la ilusión cuando se oxida.

Y entonces vino este año, la eliminación ante los Dodgers. Un juego imposible, una noche interminable. Recuerdo el último inning como si aún flotara en el aire. Sentí un dolor agudo en el pecho, y no era solo metáfora: me dio un infarto. En el hospital, con los monitores dibujando curvas en la pantalla, pensé en aquella niña abrazada por una botarga verde, en Carlton y en Schmidt, en los años y en las derrotas.


Dicen que el béisbol es un espejo de la vida: te enseña a esperar, a perder, a levantarte. Pero esa noche entendí que también puede romperte el corazón, literalmente. Y aun así, si mañana los Phillies vuelven al campo, ahí estaré —con el pecho parchado, pero fiel—, esperando el siguiente lanzamiento.

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